Bolso de viajes cortos – Mario Benedetti
Querida:
cuando me fui, cuando por fin decidí irme, porque ya no me era posible convivir
con los antídotos del miedo, y sentía que de a poco iba odiando mis esquinas predilectas
o los árboles cabeceadores, y ya no tenía tiempo ni ganas de guarecerme bajo la
glorieta del barrio Flores, y los amigos de siempre comenzaron a ser de nunca,
y había más cadáveres en los basurales que en las funerarias, entonces abrí el
bolso de viajes cortos (aunque sabía que éste iba a ser largo) y empecé a meter
en él recuerdos al azar, objetos insignificantes pero entrañables, imágenes
sintéticas de lo feliz, letras que juntándose narraban sufrimientos, últimos
abrazos en la primera frontera, atardeceres sin ángelus y con tableteos,
sonrisas que habían sido muecas y viceversa, desvanecimientos y corajes, en
fin, una antología de la hojarasca que el viento de la costumbre no había
conseguido borrar de la faz de la guerra.
Con
ese bolso de los viajes cortos anduve por allá y más allá, por acá y más acá.
De vez en cuando trabajaba con las manos ágiles y los ojos secos, para ganarme
el pan, el vino, el techo y el colchón. Sin embargo, con el bolso de viajes
cortos no tenía una relación estrecha. Yo era consciente de que dormía en el
fondo de un armario, desvencijado por el tiempo y las polillas. Pero ¿a qué
enfrentarme con un pasado en píldoras, unas nutrientes y otras envenenadas?
No
obstante, algún domingo, cuando la soledad se volvía silencio insoportable,
sacaba el bolso del armario y extraía algún recuerdo; sólo uno por vez, para no
abrumarme. Así tuve en mis manos un libro que fue de cabecera y que debo haber
leído unas veinte veces, pero ahora me metí en varias de sus páginas y no me
dijo nada, no me preguntó ni me respondió nada, me fue ajeno. Así que lo tiré.
Otro
domingo rescaté una foto que se había vuelto sepia y allí estaban varios
personajes que ocuparon lugarcitos en mi vida. Dos de ellos estarán quién sabe
dónde; uno, se mantiene fiel a sí mismo; tres, encontraron cierta noche una
muerte con charreteras, dos más se volvieron con el tiempo finos, elegantes
delatores, y hoy gozan del respeto de la amnesia pública. El último soy yo,
pero también soy otro, casi no me reconozco, tal vez porque si me enfrento al
espejo no estoy en sepia. Después de todo, es una foto acabada, vencida. Así
que la tiré.
Otro
domingo extraje del bolso un reloj sumergible y antichoque. Es de una buena marca
suiza, pero estaba detenido en un crono/símbolo, o sea la hora, el minuto y el segundo,
en que abatieron en la calle a Venancio, vos sabés quién es, o sea que ese tiempo
fue mi Greenwich. ¿Para qué quiero un reloj que sólo cronometra y fija la desgracia?
Así que lo tiré.
Domingo
a domingo fui vaciando el bolso, cortaplumas, lapiceras, gafas de sol, recortes
de diarios, tranquilizantes, agendas, pasaportes vencidos, más fotos, cartas de
amigos y enemigos. La verdad es que todo me fue pareciendo caduco, inexpresivo,
callado, inconexo, precario.
Sin
embargo, ayer domingo metí otra vez mi mano en aquel pozo del pasado y la mano vino
con algo tuyo: tu pañuelo de seda azul, ese que en tres de las cuatro
estaciones te rodeaba el cuello lindo, joven, tan amado por mí. Ellos acabaron
contigo, y yo estoy insoportablemente solo. Te mataron en vez de matarme a mí.
Es duro admitir, carajo, que sos mi muerta suplente.
O
sea que esta vez tiraré a la basura mi pobre bolso para viajes cortos y sólo
conservaré tu pañuelo azul. Me quedaré contigo para el viaje largo.
BOLSO DE VIAJES CORTOS – Mario Benedetti
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